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LARGO VIAJE

El Orfanato de los Símbolos

domingo, 7 de julio de 2013

LAS SOMBRAS DE LA SIESTA








LAS SOMBRAS DE LA SIESTA













      La casa. Esa casa. La pude recuperar porque la necesito. Desde aquí. Es ésta o es esa, eres tú o es ella, no lo sé, no sé a qué clase de tiempo me pertenezco, nada más sé que necesito esta casa.

Yo salía a la puerta y era media mañana, algunas veces la sombra atravesaba en diagonal toda la calle, a dos pasos estaba el atrio, nadie había allí entre semana, parecía otro distinto al del domingo, había piedras y tierra y palos, al agacharme siempre encontraba palos, palitos, formas extrañas y silenciosas. Había palos siempre en el suelo, piedras raras y aquel rincón de a la vuelta y unos arbustos en las esquinas y otra piedra en la que me apoyaba para subir a la pared, nunca de pie, siempre a sentarme para ver la calleja y los prados a donde vuelve el anochecer con olor a tomates y llega hasta la fuente que se pasa toda la noche rumoreando sonidos que nadie recoge, pero si alguna vez necesitas oírlos, ellos están.

Mucho más que dinero me gustaría ver en película y con las voces lo que pasaba allí en esa casa. Salgo a la calle, todo para estrenar, derecha o izquierda, de frente o vuelta a entrar y todo es perfecto, todo está abierto para mí, para mis ojos, para mis pies, para mis manos, para que aprenda que he llegado a un sitio en el que todo es hermoso y hasta lo que me cuentan las personas mayores está misteriosamente vinculado a toda esa belleza. Para que lo descubra tantos años después cuando lo necesite. El pan, los zapatos, algunos días hacía fresco, otros me iba a la casa de la higuera a la que no me subí, pero sí a la verja de color verde y a la puerta en la que me balanceaba.

Desde distintos sitios de la calleja eran diferentes los mundos, el mundo era cada horizonte que se veía y cada hora también. A la derecha de ahora es al revés de donde escuchaba la radio una mañana de tantas, y también una noche con mucha luz y las puertas abiertas y mucha gente en la calle, no exactamente mucha, pero la gente allí no necesitaba ser mucha para llenar mis ojos.

Detrás de la pequeña ventana estaban las baldosas de barro, torcidas y con líneas rojas en las aristas dividiendo el completo del suelo por cuadriláteros, y el gato salía o entraba por ella sin que yo me acordara de él más que a la hora de comer que se metía debajo de la mesa. Había al fondo una alcoba sin luz y otra más a la izquierda en la que había otra cama que nadie usaba… o quizás sí, alguna vez yo también me tumbé allí, se me había olvidado durante toda la vida. Del pasillo no hay día que no me acuerde. La palangana blanca y el espejo pequeño y no estoy segura de si un banco también o sillas pegadas a la pared en las que me sentaba para abrocharme los zapatos.

Qué no daría para volver a entrar y encontrar los cacharros medio mellados y los pucheros de barro sin brillo, y alguno que otro de porcelana. Qué no daría por volver a comer patatas con bacalao y arroz, o garbanzos con bacalao y arroz y espinacas, o patatas con costillas y arroz, o sin arroz, pero comer allí y aquello. Llevaba un cántaro, el cántaro, para ir al pilón a por agua, no sabía que añoraría tanto realizar ese recado, de haberlo sabido… no lo podía saber, debe de haber algún ángel que dispone que no se sepa. Veía sombras pasar, o fijas, cuando, algunas veces, dormía la siesta… en verdad no dormía… sombras en la pared en la alcoba de ellos, no había sombras en el cuarto, aunque lo que más me gustaba era ganar ese tiempo para salir a la calle; cuando ella estaba eso era, por imposible, lo que más deseaba. Tenía un precio disfrutar de sus privilegios, era algo que lo tenía que pagar renunciando a parte de los horarios para salir y a parte de los horarios para volver por la noche; a cambio ella me rociaba de un halo especial que el pueblo entero reconocía sin que yo lo quisiera evitar.


















sábado, 6 de julio de 2013

TINTA



TINTA 










      La poesía está hecha de atribuirle a la tierra cualidades sonoras; a las paredes de aquellos prados el privilegio de haber sido revestidas para siempre del frescor de la hierba y de la cercanía del río, por el hecho de haberlas tenido que tocar con mis pies que están debajo de esta cabeza a la que se le supone el lugar en el que la poesía busca palabras.

Y esto, seguro, nada tiene que ver con las demoliciones a las que se hayan visto abocadas después. Ayer miraba la puerta que abría la casa en la que la noche anterior la poesía había traído, treinta años después, una mañana cualquiera en la que mi cabeza de niña entró allí. Miré esa puerta sin interlocutor otro que la imaginación y vi dos puertas empobrecidas hasta su desaparición, al igual que las piedras, mis piedras que fueron el escenario real, con su real sol y mi cuerpo caliente. Las he mirado todas las veces que me ha hecho falta, desde la esquina con cara de hombre enfadado al comercio, tirando por la derecha, y allí mismo, donde están las insulsas piedras, me doy cita con el poseedor del imperio.

He deseado montones de veces con toda el alma salir una mañana desde allí para mirar con los ojos de aquella niña. Hace tres noches no me podía dormir pensando en que iba a volver a estar en esa calle y en la otra y en la carretera en la que una mañana me fui con toda la luz de la plena mañana, carretera adelante, pensando, quizás, en este posible día de hoy, extrañada de no saber qué hacía yo allí tratando de comprender qué importancia tenían las pajas, las espigas, los palos, y cogí uno de ellos y lo retuve doblándolo en trozos más pequeños para que me fuera posible tener presencia de que estaba rodeada de realidades inauditas que, algún día, se diría de ellas que ya perdieron su tiempo de estar en el mundo. Me puse allí, juro que absolutamente empujada por aire, a caminar por la mañana, aquella vez que me solté como una argolla del resto del collar; creo que por entonces, vagamente, sentí un susurro de alguien que me llevó a anotar en un cuaderno aquellos descubrimientos incomprensibles y que yo no logré más que dejarlos así, muy torpemente, escritos como recuerdo.  









viernes, 5 de julio de 2013

MAÑANA

   


  MAÑANA












      La noche anterior al viaje es muy difícil dormir, no es necesario preparar los juguetes porque ellos están ahí, rodean las cosas, las cosas… todo son cosas para jugar, y jugar no es un juego, es estar en las cosas. Después de tantísimo tiempo ya no es teoría, ya no es recuerdo. Desde aquí me parece que habrá sido un error, alguien creó otro mundo, y por mera equivocación me fui tan lejos.

Ahora sé cómo saltar, estoy segura; me entrenaré para ponerme a dar saltos. Era una linda costumbre, no medir; el espacio se hacía un todo por el que se podía viajar, así fundidos el mediodía y la tarde, con los ojos, y desde el suelo los pies, llegabas a los tejados y aparecías donde el reloj era un cacharro, una almohada doblada, un plástico maleable, y descubriste un color cuyo nombre era un secreto. Una mañana estuviste a punto de averiguar algo que todavía sigue en aquella repisa a metros muy altos arriba de tu cabeza.

Te habían regalado una obra gigante con muchísimos instrumentos. Los había de metal incoloro con sabor frío y un poco amargo que se quedaba en los labios y lo tenías que retirar con las muñecas, haciendo un gesto como de retorcer la boca. Avanzabas el cuerpo y te adentrabas en otro, en un gesto circular con un sordo, grave, blando impulso que se llamaba tambor. A la vez que extendías las palmas en ademán de cruzarlas al otro lado. Mientras te deshacías en el brillo imantado del color blanco. ¡El color blanco!, éste si era un descubrimiento, todavía no has conseguido saber qué contenía ese silencio; pero el color blanco adoptaba distintos tonos e intensidad y transmutaba; su poderosa quietud iba cediéndole su misterio a los ausentes; y ellos después se movían y se agachaban, se citaban y retiraban una vez y otra vez y los volvías a hallar en muchedumbre. Dulces como una espiga, como sus granos verdes. Con sus dedos doblados, agitados, húmedos, que se solían mecer al calor del concierto. La muchedumbre, cuenco amarillo corriendo al sol, larga como las alas de un abanico; persistente como el rumor para que la mañana se deslizara en ella muy lentamente.

Me regalaron una vez un billete de viaje que me llevó hasta ti, mi muchedumbre de notas, mi paseadora incansable, mi nerviosismo, mi explanada de pan, mi riada de voces.
















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