LAS SOMBRAS DE LA SIESTA
La casa. Esa casa. La pude recuperar porque la necesito. Desde aquí. Es ésta o es esa, eres tú o es ella, no lo sé, no sé a qué clase de tiempo me pertenezco, nada más sé que necesito esta casa.
Yo salía a la puerta y era media mañana, algunas veces la sombra atravesaba en diagonal toda la calle, a dos pasos estaba el atrio, nadie había allí entre semana, parecía otro distinto al del domingo, había piedras y tierra y palos, al agacharme siempre encontraba palos, palitos, formas extrañas y silenciosas. Había palos siempre en el suelo, piedras raras y aquel rincón de a la vuelta y unos arbustos en las esquinas y otra piedra en la que me apoyaba para subir a la pared, nunca de pie, siempre a sentarme para ver la calleja y los prados a donde vuelve el anochecer con olor a tomates y llega hasta la fuente que se pasa toda la noche rumoreando sonidos que nadie recoge, pero si alguna vez necesitas oírlos, ellos están.
Mucho más que dinero me gustaría ver en película y con las voces lo que pasaba allí en esa casa. Salgo a la calle, todo para estrenar, derecha o izquierda, de frente o vuelta a entrar y todo es perfecto, todo está abierto para mí, para mis ojos, para mis pies, para mis manos, para que aprenda que he llegado a un sitio en el que todo es hermoso y hasta lo que me cuentan las personas mayores está misteriosamente vinculado a toda esa belleza. Para que lo descubra tantos años después cuando lo necesite. El pan, los zapatos, algunos días hacía fresco, otros me iba a la casa de la higuera a la que no me subí, pero sí a la verja de color verde y a la puerta en la que me balanceaba.
Desde distintos sitios de la calleja eran diferentes los mundos, el mundo era cada horizonte que se veía y cada hora también. A la derecha de ahora es al revés de donde escuchaba la radio una mañana de tantas, y también una noche con mucha luz y las puertas abiertas y mucha gente en la calle, no exactamente mucha, pero la gente allí no necesitaba ser mucha para llenar mis ojos.
Detrás de la pequeña ventana estaban las baldosas de barro, torcidas y con líneas rojas en las aristas dividiendo el completo del suelo por cuadriláteros, y el gato salía o entraba por ella sin que yo me acordara de él más que a la hora de comer que se metía debajo de la mesa. Había al fondo una alcoba sin luz y otra más a la izquierda en la que había otra cama que nadie usaba… o quizás sí, alguna vez yo también me tumbé allí, se me había olvidado durante toda la vida. Del pasillo no hay día que no me acuerde. La palangana blanca y el espejo pequeño y no estoy segura de si un banco también o sillas pegadas a la pared en las que me sentaba para abrocharme los zapatos.
Qué no daría para volver a entrar y encontrar los cacharros medio mellados y los pucheros de barro sin brillo, y alguno que otro de porcelana. Qué no daría por volver a comer patatas con bacalao y arroz, o garbanzos con bacalao y arroz y espinacas, o patatas con costillas y arroz, o sin arroz, pero comer allí y aquello. Llevaba un cántaro, el cántaro, para ir al pilón a por agua, no sabía que añoraría tanto realizar ese recado, de haberlo sabido… no lo podía saber, debe de haber algún ángel que dispone que no se sepa. Veía sombras pasar, o fijas, cuando, algunas veces, dormía la siesta… en verdad no dormía… sombras en la pared en la alcoba de ellos, no había sombras en el cuarto, aunque lo que más me gustaba era ganar ese tiempo para salir a la calle; cuando ella estaba eso era, por imposible, lo que más deseaba. Tenía un precio disfrutar de sus privilegios, era algo que lo tenía que pagar renunciando a parte de los horarios para salir y a parte de los horarios para volver por la noche; a cambio ella me rociaba de un halo especial que el pueblo entero reconocía sin que yo lo quisiera evitar.